programación del sábado anterior SABADO 9 DE JULIO DE 2005
invitado central: Carlos Liscano
tema: El encierro como apertura
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Carlos Liscano <> fotozenia 2005



Es ilustrativa, sobre la obra y personalidad de este invitado central, la entrevista titulada Más sólo que el escritor que -en mayo de 2000- le realizara Wilson Javier Cardozo, disponible en línea en el siguiente enlace del sitio web brasileño de Banda Hispánica http://www.jornaldepoesia.jor.br/bh2liscano.htm

En el primer número de la revista LSD publicamos, como avance de un libro de próxima aparición de la Profesora Carina Blixen, Apuntes para la lectura de La Mansión del Tirano de Carlos Liscano.
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Asimismo, en el tercer número de LSD publicamos el texto que Carlos Liscano leyera en el Teatro El Galpón (en setiembre de 2003) en oportunidad de la presentación de su libro Conversaciones con Tabaré Váquez.

Carlos Liscano <> fotozenia 2005

Además de los libros mencionados, es autor (entre otros títulos) de El método y otros juguetes carcelarios, El lenguaje de la soledad, Agua estancada y otras historias.

Entre las obras de teatro que ha escrito y dirigido destaca especialmente, para el público montevideano, El informante.

Hombre con paraguas

Alguien va a morir de un balazo esta noche y un zapato de mujer estará relacionado con esa muerte. En una esquina, bajo un paraguas, un hombre sacará un revólver y le disparará al estómago a otro, y un zapato blanco, de taco alto, estará vinculado al suceso. Aquí se va a contar cómo ocurrió ese hecho definitivo.

Llueve. Lueve despacio y fino. Hace horas que llueve. No hace frío. Lenta noche bajo el cielo de todos los días, que sólo el amor o la meditación ociosa pueden llenar. Uno sabe que ahí afuera transcurre la noche, sabe que con esas horas se va la vida, y entiende que debería hacer algo para vivirlas, pero no sabe qué.

Es claro que no es un asesinato lo mejor que uno puede hacer en esas horas totales, pero sí puede contar un crimen, o leerlo. Eso es lo que aquí sucede, el relato de un limpio crimen en una esquina con charcos y barro, en un barrio de esos que por fortuna aún quedan, prueba de que alguna vez hubo campesinos, animales, olor a pasto y tierra mojada en nuestra ascendencia.

Un hombre sale a la puerta y mira la noche. Hay un diálogo sin palabras entre el hombre y la oscuridad de fuera, una cosa infinita que atrae como tantos otros hechos inexplicables, como la cueva, como el fuego, como la música lejana que el vino trae y nos hace pensar que hay gente que entretiene sus horas mejor que uno, que ni música tiene.

El hombre que está a la puerta comprende de pronto lo que nunca pudo formularse. Que uno vive toda la vida para una sola noche y que, si la pierde, si deja escapar esa noche, más le valdría no haber vivido. Por eso vuelve a entrar en la casa. No tiene prisa. Sabe que hoy es su noche, y tiene que vivirla toda porque es única. Se pone las botas de goma, se pone el impermeable, recoge el paraguas y sale a la puerta. Otro dato: este hombre es rengo.

Desde la puerta el rengo abre el paraguas y lo extiende hacia fuera, a mojar. Delante de la casa hay un jardín. Un jardín a simple vista descuidado, pero que expresa una idea no dicha de la naturaleza domesticada. Las hojas de las plantas reflejan las luces de la noche y él está allí, de pie, ni pensando siquiera en lo decisivo de la oscuridad de fuera. Las gotas golpean sobre la superficie tensa del paraguas, como pequeños tambores, llamando a algo. Dentro de instantes el rengo saldrá a caminar en busca de una esquina, de alguien en una esquina dispuesto al final. El todavía no sabe por qué, pero nosotros sí. Saldrá a cumplir con la noche que seduce y encanta.

Ahora hemos avanzado un gran trecho, ya sabemos mucho. Hay un asesinato, hay un muerto, y por lo tanto hay un asesino. Trataremos de elucidar esos tres aspectos del relato: cómo ocurrió, quién es el muerto, quién el asesino.

El asesino es un hombre con botas de goma y paraguas, un paraguas negro, un poco antiguo, caminando una noche lluviosa por alguna calle de alguna ciudad. Eso es todo lo que conocemos. Parece suficiente. Desde ahora hasta el final se irá construyendo la situación que conduzca al objetivo de esta historia: narrar un crimen bajo un paraguas. Y que hay un zapato de mujer al final.

Pese a todo lo que ya se ha contado, todavía no hay una idea definida de cómo van a ocurrir los hechos. Se parte hacia un fin. Se busca una situación: es de noche, llueve lento sobre una ciudad desconocida y gris, Alguien sale a caminar, lleva botas, se protege con un paraguas antiguo, es rengo. Pero cómo habrán de concatenarse los hechos, no lo sabemos.

Un crimen es un acto terrible, pero puede ser la decisión más importante de la vida. Por tanto, debe existir un motivo. Un viejo rencor, alimentado durante años, hasta que una noche el hombre de botas e impermeable decide que ya basta, que ha llegado la hora. Lo ha pensado mucho tiempo, no puede seguir viviendo con esa carga. Hay que terminar de una vez por todas con la angustia de saber que el otro se pasea por las calles, trabaja, tiene amigos, vive. Ahí hay motivo suficiente, por lo menos para que cierta persona se decida a entregarse a la fatalidad de matar.

Bueno, pero ¿qué motivo tiene el asesino para matar? Vamos a tratar de encontrarlo. Eso nos puede obligar a inventar otra historia. Una historia de traiciones, de deudas sentimentales. O una historia de venganzas políticas, de vejámenes, de felonías ideológicas inenarrables.

Hay muchas posibilidades. El relato podría, de aquí al momento del disparo que estamos aguardando, tejer muchos caminos muy finos para describir la complejidad del alma humana. El alma es capaz de enormes sacrificios para preparar una venganza. ¿Qué mayor placer que ver el cuerpo del enemigo tirado en un charco, bajo la lluvia, con un ridículo paraguas abierto y un zapato de mujer?

Se mata y se ve el resultado. Allí está aquel, el que nos ha hecho lamer el agua sucia de la infamia. Los ojos lo ven y se les llena la pupila de una humedad parecida a las lágrimas. Eso no salva a nadie, pero aquieta unos segundos el alma que ha estado esperando tanto tiempo su momento.

Los incontables posibles caminos del relato, hay que reconocerlo, aunque impracticables, son infinitamente tentadores. La tarea de elegir un motivo nos dificultaría el acceso a aquella esquina a la que queremos llegar.

Se quiere contar una historia simple, directa: "Llovía, salió a caminar y lo mató. Porque sí". Aun en ese violento relato quizá sobre uno o dos pares de palabras. Porque si ya sabemos lo que va a contar la historia, es mejor ir directo al final. Aceptemos que hay un crimen y que no hay motivo para cometerlo. O aceptemos que tal vez haya motivo, pero lo desconocemos. En la noche un hombre matará porque sí, porque así lo exige la historia que se cuenta. Y hay un zapato blanco en el lugar del crimen.

Ahora el rengo sale a la calle. Aquí habría que introducir un arma. En algún momento el rengo ha recogido un arma de fuego. Un arma se lleva con bastante facilidad en los relatos. Y aunque este no es un relato que intente reproducir la realidad, hay que decir que en realidad cargar un arma no es tan fácil como se expone en los relatos. Algunas pesan hasta un kilo, ¿cómo hace uno para llevar ese peso sobre el cuerpo? Por tanto, hay que identificar el revólver que este hombre porta. Porque es un revólver, pequeño, calibre 22, que puede cargar en el bolsillo del impermeable.

Nos hemos librado de un problema técnico, el arma y su transporte, estamos en unos arrabales de casas bajas, donde hay muchos niños, muchos perros. Casi todos los niños a esta hora duermen. Los perros, con la lluvia, se han recogido, pero hay alguno que a lo lejos ladra, y da a la noche esa poesía que las grandes ciudades han perdido, y sólo los pueblos y los arrabales conservan.

Hay olor a fritura en el aire húmedo. Allá a lo lejos pasa un auto policial. No nos preocupa, ni preocupa al rengo. El rengo disfruta de la protección bajo la lluvia y de la temperatura de la noche, que no es desagradable, como es probable que ya se haya dicho. Pasa una madre con un niño cansado que va camino a la cama. El niño quiere ir caminando por los charcos. La mujer no lo deja. Van peleándose.

El rengo es ahora un hombre que está solo y a la busca. Esta es, aunque provisoria, la mejor definición hasta ahora encontrada: está solo, a la busca, y va armado.

La noche avanza lenta para un hombre. O para dos. La imagen del rengo caminando en la sombra de los arrabales tal vez sugiera la figura de la Muerte. La Muerte sale a buscar, en la noche. Montevideo tiene todavía algún barrio ideal para el crimen literario. No muchos, pero alguno le queda. El comercio y la política arrinconan cada vez más estos sitios donde todo puede ocurrir.

La historia debe avanzar convenciendo al lector de que aquí se juega limpio. Se explicó bien de qué se trata al comienzo, y el final es conocido. A la vez, hay que cuidarse de las tentaciones de la realidad. El mundo es siempre infinito. También es infinita la pequeña realidad. Por lo tanto, la historia ha de continuar por un cauce muy estrecho, para que no se desborde y comience a cubrir la inenarrable infinita realidad.

¿A quién busca el rengo? No tiene mayor importancia para la historia que se narra, pero sería interesante saberlo. Hay un hombre que muere y otro que mata. Son dos, tenemos uno, ¿quén es el otro, dónde está, qué hace a esta hora? Y el zapato blanco, ¿de dónde sale?


Muchas casas más allá de donde transcurre esta historia, vive un hombre que ha pasado la edad en que perder el amor a manos de otro hombre se olvida a la semana. Este hombre, digamos, tiene 45 años. Ha perdido una mujer y eso le importa. Esta noche ha salido de su casa y ha caminado hacia el barrio donde vive la mujer que fue suya y ya no lo es. El hombre y la mujer fueron uno del otro, compartieron la mesa, la cama, la soledad y el aburrimiento. Por fin no pudieron, o uno de los dos no pudo, compartir más la soledad y se decidió a compartirla con otro. La mujer entendió que había llegado la hora de mudarse a otra casa, donde vivía otro hombre, más joven que ella, y que alguna noche la había hecho llorar de lo que no se cuenta. Juntó sus cosas y se fue.

Atrás, en la antigua casa, quedaba un hombre con todo el aburrimiento y la soledad para sí. Pasaron los meses y el hombre no pudo soportarlo más. Ciertas noches de domingo, cuando la soledad es más dolorosa, sale a caminar y pasa por la casa de la que lo dejó y se fue con el más joven.

Esta noche de lluvia es una de aquellas en que la soledad ocupa más lugar. Son esas noches enormes, en las que se puede vivir lo mejor, pero en las que también todo se puede sufrir.

Ahora el hombre de la soledad ha llegado adonde vive el hombre joven que le sacó la mujer. Ha pasado por la puerta de su casa. Hay un tejido de alambre, un jardín oscuro, se ve una lucecita sobre la pared blanca. Allí hay gente. Quizá la pareja salió y está por volver. Dejaron la luz prendida por si acaso.

El hombre del amor perdido no sabe si quiere que la mujer vuelva con él. Sólo sabe que cuando ella estaba esto no le ocurría, salir a caminar solo una noche de lluvia, bajo un paraguas, con botas de goma.


Después de pasar por la casa de la que fue suya y ahora es mujer de otro, siente que esta noche se le ha acabado. Sería la hora de volver, preparar las cosas que va a llevar al trabajo al otro día, y acostarse en la cama solitaria.

Cuando deja el lugar ve un bar abierto. Se allega, cierra el paraguas y entra. Mira a la concurrencia y se sienta a una mesa junto a la ventana. Pide una grappa.

Allí se juega al truco en un par de mesas. Cosa de hombres. Los hombres arrinconan la soledad golpeando las cartas sobre la madera. De vez en cuando se oye un grito, risas que brotan de la mesa.

Dos hombres, de pie junto al mostrador, conversan con el patrón. No hay mucha luz. Una mujer entra desde una puerta y tira aserrín en el piso. Tal vez al calor del mostrador se hable de fútbol, de negocios. La soledad de los machos es mucho más solitaria que la de las hembras. En los bares se alivia la soledad. Esto parecen defender los habitantes de los bares.

El hombre del amor perdido mira por la ventana hacia fuera. Sus pensamientos flotan entre el recuerdo de la mujer que vive allí, a doscientos metros de donde él está, a la necesidad de ir a acostarse, y a la noche que lo tiene prisionero, donde él es el centro y está solo. De vez en cuando fija la vista en el vidrio y ve el interior del bar: la conversación en el mostrador, la mesa donde por momentos surgen gritos de aquella guerra incruenta de las cuarenta barajas.


La noche avanza. Hemos dejado al rengo caminando bajo el toldo de nubes. El rengo va tranquilo. El amor de la noche, el aislamiento de la oscuridad son su protección. Se siente seguro. Tiene una misión. Nosotros lo sabemos, él lo intuye, siente que hay algo para él por ahí, en algún sitio, pero no sabe qué. Alguien va a morir de un balazo en el estómago, el rengo estará vinculado a ese suceso. La verdad que se puede escribir y leer, es nuestra. La primordial no nos pertenece, es suya, del asesino, y del muerto. Sin motivo, y podríamos agregar sin sufrimiento, habrá una muerte violenta. No hay que agregar sufrimiento a una historia literaria. Dejemos fuera el dolor.

El rengo camina al azar por calles que conoce de memoria. No ve a nadie, no hay nadie. De pronto, al dar vuelta una esquina, ve a un hombre con un bolso al hombro. Espera el ómnibus, o así lo parece. El rengo se le acerca, saluda.

-Buenas noches.

-Buenas noches -responde el hombre del bolso.

-No tiene miras de parar esta lluvia.

-Así parece.

El rengo no puede hacer avanzar más el diálogo. Aquel hombre del bolso parece estar cansado.

-¿De paseo?

-Ojalá fuera paseo. Vengo del trabajo.

-¿Un domingo?

-Así es la vida. Fin de semana por medio tengo guardia. Soy enfermero. Trabajo en una ambulancia.

En ese momento llega el ómnibus. El enfermero se despide y sube al ómnibus.

-Que lo pase bien.

-Igualmente.

Este encuentro no nos ha dejado nada. Uno puede creer que en esta esquina se iba a desarrollar el hecho que nos ocupa, y así podríamos haber dado fin a la historia. Pero por alguna razón no ocurrió. El rengo quizá no estaba preparado para llegar al final. De ahí que luego de despedirse ha seguido caminando, buscando.


Uno camina, otro observa la noche a través de la ventana del bar. Quiere irse a la casa, pero siente que necesita una copa más. Hace seña al patrón de que le sirva otra de lo mismo. Saca el paquete de cigarrillos y enciende uno. Cuando le traen la grappa la bebe de un trago y de inmediato pide otra. Fuma y juega con el encendedor entre los dedos. Su pensamiento vuelve a concentrarse en la mujer que lo abandonó. No tiene odios, no tiene rencores, pero aquella mujer fue suya y ya no lo es. Ese fuego no se apaga con razonamientos. Tal vez por eso bebe. Piensa y bebe. O sufre y bebe.

El rengo, mientras tanto, avanza hacia el final. Ha encontrado un par de hombres por la calle, ninguno de ellos ha sido elegido por su gusto para acabar la historia. Entonces, evitándonos la busca, decidimos que ya tenemos los objetos que buscábamos: dos hombres, uno que va a morir, otro que matará al anterior, y un motivo para este hecho: porque sí.

Ahora sabemos que estos dos hombres son los de nuestra historia. Cuando se encuentren en una esquina tendremos el desenlace.

El hombre del amor perdido paga la cuenta y sale del bar. Tomará un ómnibus y volverá a casa, pero antes pasará otra vez por donde vive el que le quitó la mujer. Camina hacia el sitio, y se para en la esquina. Si pudiéramos ver la noche, desde la altura constataríamos que ya somos cuatro y que no necesitamos más que cuatro: el que mata, el muerto, el que escribe, el que lee. Dos hombres se han buscado en la noche. Lentos, marcharon bajo la lluvia dibujando con su marcha una figura en la noche. Lentos, marcharon bajo la lluvia dibujando con su marcha una figura secreta. Cuando la figura encuentre su forma definitiva acabará la noche para uno. Y acabará la historia. Quedaremos tres.

Podemos decir que desde el comienzo ha pasado una hora, acaso dos. Los hombres no se han perseguido. Cada uno a su modo ha buscado el fin, sin pausa, seguro. Tal vez en todo momento los dos han sabido que habría un final para uno de ellos. En cualquier caso, nosotros venimos sabiéndolo desde siempre.


Ahora el rengo ha llegado frente a su casa, como terminando el paseo. Desde allí ve a un hombre en la esquina. "Ese es el que yo debo matar", se dice. "No lo sabía, yo debo matar a ese hombre". Siente una cierta tranquilidad de espíritu, sabiendo que ahora sí podrá cumplir, que en definitiva para eso ha salido armado esta noche. También el autor, que no sabía cómo iba a terminar el relato, acaba de encontrar un final.

El hombre del amor perdido está en la esquina, como esperando a alguien. Saca un paquete de cigarrillos. Se pone uno en los labios y luego guarda la cajilla. Cambia el paraguas de mano y saca el encendedor.

El rengo puede verle el perfil de la cara cuando el otro enciende el cigarrillo. "No lo conozco", piensa. "O tal vez lo conozco. No pude verlo bien. Vaya uno a saber".

El rengo siente que observa y no es observado. Ni siquiera ahora tiene prisa. Prefiere estudiar a su víctima. Despacio, se acerca al hombre que fuma. Cuando lo tiene a cinco metros mete la mano en el bolsillo para sacar el revólver, lo palpa. Puede esperar. En vez del revólver saca los cigarrillos. Extrae uno, se lo pone en la boca y mete la cajilla en el bolsillo. Deja la mano sobre el revólver. Le pedirá fuego, y cuando el otro le haya dado fuego podrá sacar el revólver y acabar, acabar con él, y con la historia.

-Disculpe, ¿podría darme fuego? -dice el rengo.

-Sí, cómo no -contesta, amable, el del amor perdido.

Saca la mano del bolsillo, le alcanza el encendedor y vuelve a ponerla adonde estaba. El rengo ha recibido el encendedor, va a encender el cigarrillo. Levanta la vista, y por puro placer comete un exceso:

-Qué noche -comenta.

-Dicen que no va a parar hasta mañana -contesta el del amor perdido, por decir algo.

-Para algunos va a parar antes -dice el rengo irónico.

-Bueno, por lo menos para usted, mi amigo -contesta el otro, y le dispara un balazo al estómago.

El rengo abre los ojos como no queriendo creer, como no aceptando que la historia tenga que acabar así, y cae. Vuela el paraguas hacia un costado.

-Aquí le dejo. Es todo lo que me queda de ella. Uno solo -agrega el del amor perdido y le coloca sobre el pecho un zapato blanco que saca del bolsillo.

Carlos Liscano

(tomado de Cuentan II,
en Cuadernos de Marcha,
Tercera Epoca, Año XI, Extraordinario Nº 6;
Montevideo, Uruguay, enero-febrero 1997)



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Anfiteatro de la Galería Puerta de San Juan
Soriano casi Ciudadela, Montevideo, Uruguay
sábado 9 de julio de 2005 - - -hora 12:00

coordinan:
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Wilson Javier Cardozo
organizan:
revista L S D
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